Con explicación racional o sin ella, en Sevilla se tiene siempre una sensación de espera. No es por el tráfago obligatorio de las grandes ciudades ni por la bulla o la prisa que sería lógica en una urbe de casi 700 mil habitantes. En Sevilla se espera y eso se escucha, se siente. Existe una demora en las conversaciones sobre lo que ha de venir, que siempre será mejor que lo que ha pasado. La ciudad vive el momento, pero se saborea la espera, la venida. Podrá ser la próxima Semana Santa, la inevitable Madrugá, el domingo de farolillos, la feria, el Corpus, la caló y la huida a Cádiz o Huelva. Siempre se está en medio de algo, siempre se espera.

Antonio Burgos escribió varias coplas para el desaparecido Carlos Cano, sevillano de adopción. Eclipsada por el éxito de las Habaneras de Cádiz, merece la pena escuchar de nuevo la Habanera de Sevilla, reflejo perfecto de una tarde de verano, de una espera, de un quejío.

“Ay, goleta antillana,
ay, cuánto lo quería,
que era trigo su pelo cuando embarcaba,
que era nieve el pañuelo que adiós decía.
Ay, suspira la fuente,
ay, dormita el pregón”
No sabemos si el marinero volvió del mar de las Antillas y si la niña tuvo la fortaleza de esperarlo. Lo bueno, pero también lo malo, ha venido y se ha ido por el río. Cuántos cargamentos, cuántas ilusiones en busca de fortuna, cuántas vidas y tantas esperas por el ancho río.

En la Alameda de Hércules, un espacio legendario a medio camino entre el Gran Poder y la Macarena, se paran grupos de viejos, unos escasos turistas y unos treintañeros de pelo negro y tez cetrina que intentan conservar su adolescencia portando unos pantalones y chupas de vaquero bien lavado con lejía. Es un espacio inhóspito, desde una antigua remodelación, que ha tapado con bolardos y cemento amarilluzco el esplendor de los paseos de Gallito y Chicuelo, habitantes ilustres de la zona. Hoy en día las columnas apenas dan lustre clásico a una plaza condenada a golpe de expediente municipal a ser territorio natural de un buen crimen. Con guasa alguien ha escrito en una pared:
“Aunque la chusma se vista de seda, chusma se queda”.
Pese a la inquietud estética que me sigue produciendo la plaza, yo también me demoro y escucho las conversaciones. Es 2020. Es tiempo de espera pandémica. La primavera vino, pero por aquí no pasó el Buen Fin ni la Sed ni desfilaron los armaos de la Macarena. Tampoco se han visto las colas de taxis con destino a la Feria ni se escuchó el cerrojazo de la Maestranza. Y pese al torpe aliño indumentario, que dijera Machado el joven, otro vecino, lamentan todos, viejos y eternos adolescentes, la ausencia. Será en 2021, dicen. Sin saber que tampoco sería.

Siempre paso por San Luis, de camino o de regreso de la Macarena. No hay iglesia más barroca en toda Sevilla, a la mayor gloria de la Compañía de Jesús. Si hay suerte el paseante puede visitarla y quedarse ciego con los retablos dorados, la cúpula, las columnas salomónicas y las figuras de San Ignacio, San Francisco Javier y otros emblemas de la orden. Me acuerdo de que esta iglesia, en la mitad de una larga calle, donde conviven un centro okupa, algunas tiendas añejas de barrio y economatos hípster con soja y cúrcuma a granel, se celebró el multitudinario funeral de Juanito Valderrama, sí, el diminuto Valderrama de sombrero y ojos achinados, esa estrella que cantó también a la espera y la añoranza de los emigrantes.

Siempre hay gente esperando en la Macarena. Los hay que toman el autobús para el hospital o el cementerio (imprescindible su visita), o para atravesar la calle Torneo. Esperan los albañiles camino de sus obras o quienes apuran la mañana con unos churros o calentitos. Frente a la Basílica, mirando hacia su puerta, hay una nueva escultura. Un joven torero, desmonterado y bien plantado. No es casual la ubicación. Allí mismo, muchos aguardaron horas para el regreso del cadáver de Joselito el Gallo, el niño bonito, el torerito guapo, prematuramente muerto en Talavera. José Gómez Ortega. Es 1920. Vistieron a la Virgen con un luto imprevisible y Alberti se desangró poéticamente en uno de sus poemas más sentidos:
“Virgen de la Macarena,
mírame tú cómo vengo,
tan si sangre, que ya tengo
blanca mi color morena”.

Eran esos tiempos en que matadores y novilleros, esa gloria sevillana que va desde los Gallo a Belmonte, Chicuelo y los Vázquez, o Curro Romero promovían más actos de fe que las propias imágenes de la Semana Santa. Por eso quizá Morante de la Puebla, que añora y espera aquellos momentos, hace su procesión de fe cada año con el Baratillo. Pero esa es otra historia, otro lugar. En la Macarena se espera cada Madrugá de Jueves Santo a la centuria y se anhela junto al arco, ahora de color más suave, al paso de misterio y al paso de palio. Y quizá la banda en algún momento toque los Campanilleros. Y como le escuché a un sevillano en tal momento arrebatado:
“Ha valido la pena la espera, este ha sido el momento de la Semana Santa. Vámonos a dormir».
Llámalo duende, llámalo ilusión, ese pellizco que surge y se va, como barcaza en el río. Un momento, un eclipse del sentimiento. Por otra parte, dentro de la iglesia, algún general de nombre compuesto, cuya lápida hábilmente se tapa con un banco, espera su juicio final, quizá sí o quizá no. Todo es así de imprevisible.
La plaza del Salvador huele algunas noches a juventud de guayabera, náuticos y pantalones estrechos. Sevilla es también una manera y un estilo de vestir. También a vaso de plástico, a rebujito, a coca cola. Ni el ruido ni la bulla eclipsa la fachada renacentista del Ayuntamiento ni la visión lejana de la Giralda. Pero fuera de la Semana Santa, es fácil conseguir un espacio de silencio a derecha o a izquierda. No ya en la calle Sierpes que se ha llenado de comercios turísticos y tiendas horripilantes. En Tetuán y Alfonso XII proliferan las franquicias, pero inevitablemente mis pasos siempre se pierden por la recoleta calle Acetres. Allí vivió el andaluz más triste, más solitario y que siempre añoró, esperó regresar a Sevilla: Luis Cernuda. Fatigado y apartado, escribió algunos de los versos más duros, como este dedicado a sus paisanos:
“No me queréis, lo sé, y que os molesta
cuanto escribo”.

Frente a otras ciudades, como Nueva York, como París, Sevilla no gana si se ve desde lo alto. Hay una parte del año en el que sus cielos no son especialmente bonitos, entre calimas, bochornos y cielos de barro. Es una ciudad de zapatilla (“ya se ha puesto Sevilla la zapatilla blanca de baile”, de nuevo Antonio Burgos), de adoquín, de esquina color albero, de perfume a jacaranda. Todo eso se pierde por los cielos. Por eso, si subes a la Giralda pierdes la verticalidad del monumento. Pese a su popularidad, ganada entre guasas y suspicacias, no me dicen nada las Setas.
Hay quien recomienda las vistas del Hotel Pura Vida, por su cercanía a la Catedral, y tampoco está mal darse una vuelta por el edificio brutalista (un estilo que se reivindica ahora) de El Corte Inglés de Plaza del Duque, con terraza gourmet. No es miedo a las alturas sino apego a lo cercano. Si cruzo el río no busco el rascacielos. Antes me pierdo por Triana en busca de la calle Pureza y la Esperanza en su calle Pureza, el Cachorro y sus casitas de dos o tres alturas. En la escala de preferencias de los rascacielos no me seducen la Torre Sevilla ni sus 180 metros. A lo mejor desde lo alto un día claro se divisa Itálica o el Guadalquivir perdiéndose a lo lejos, o Dos Hermanas, o Mairena. Para qué.

Vuelvo a la tierra. A por una caña en El Rinconcillo o a por la ensaladilla del Donald en la calle Canalejas, lleno de fotos de toreros. En Sevilla se espera ver siempre algo nuevo. Una tasca, una placa, una calle o un monasterio. Lo mejor es descubrirla en visitas pausadas y sucesivas. A veces en el bullicio de sus grandes momentos, o en la tranquilidad de la espera entre festejos.
Me habría gustado escribir algo más largo, más profundo. De otro tiempo, pero eternas son las miradas críticas de Cansinos Assens, de Manuel Machado, de Chaves Nogales y del maestro Antonio Burgos, con quien iniciábamos este artículo a propósito de una canción. Hoy en día, mucho y bueno lo ha escrito Manuel Jesús Roldán, el gran analista de la ciudad, de los conventos, de las cofradías. Yo no llego a tanto ni soy tan exhaustivo. Pero esperar dos años de pandemia para volver a gozar en plenitud de Sevilla creo que me ha valido la pena.
Fotos y texto por David Ferrer
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EL POETA
David Ferrer nació en Ávila en 1973. Es profesor de Literatura en diversas instituciones culturales, como la Fundación Ávila-Caixa Bank. Como escritor, ha publicado varios libros, entre los que destacan Silencioso aleteo y Margen de sombra.